La primera parte de este artículo de análisis y reflexión se puede leer en Las estadísticas son tuertas (1).
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Resultados
Está claro que el apostolado nunca debe identificarse como un culto al número. Pero es bueno tener presente que aunque la Iglesia no es una institución humana, precisa de los procedimientos humanos para poder conducirse mejor.
En la parábola de los talentos (cf. Mt 25, 14-30) el Señor ajusta cuentas con sus siervos. Y las cuentas son específicamente humanas, numéricas, pecuniarias, como se puede leer en el Evangelio.
Algo análogo sucede con el trabajo apostólico, circunscrito en esta primera distinción al plano humano: se piden cuentas y éstas suelen ser numéricas (bautizos, entradas al seminario, matrimonios, donativos para la parroquia, etc.). Pero todos esos requerimientos, aunque pudieran parecer fastidiosos, redundan en una ayuda pues regalan la oportunidad de la exigencia en la misión y protegen de la mediocridad.
Por así decir, la exigencia humana del número proporciona la ocasión para medirse con objetividad y, en un plano institucional, permite no sólo contar sino también proyectar, mejorar, programar y compartir los procedimientos exitosos (o prescindir de la metodología deficiente). Así, la mentalidad de resultados puede llamarse también sentido de eficacia.
Frutos
Sin embargo, el número en sí no es el valor absoluto. Y no lo es porque, aunque lo cuantificable es una ayuda, no es lo definitivo. En otras palabras: hay resultados que superan los números. Los podemos llamar frutos y son de naturaleza espiritual.
En la pedagogía de Dios puede entrar el no permitir ver de modo inmediato los frutos a quien ayuda a sembrarlos. En este sentido, no se debe olvidar que lo humano es humanamente medible pero la gracia no se puede medir porque en la medida de Dios no entra el ser medido. Por tanto, si con el “resultado” estamos en el plano humano, con los “frutos” damos un salto al plano sobrenatural.
Vienen a cuento aquellas significativas palabras de Jesús recogidas en el Evangelio según san Juan (4, 36): “El segador recibe el salario, y recoge fruto para la vida eterna, de modo que el sembrador se alegra igual que el segador”. De este versículo se deduce fácilmente una re-proyección del trabajo pastoral: lo que saldrá de él ya no será meramente el resultado del esfuerzo personal ni quedará reducido a un valor terreno. El fruto es mucho más: es el signo de la bendición de Dios, su actuación en las almas y, precisamente por eso, algo totalmente distinto y trascendente. Distinto porque ya no es un hacer para reportar sino una misión que nace y se lleva a cabo por amor, de un amor al que se le quiere dar lo mejor y siempre más. Y trascendente porque tiende hacia Dios porque de Él viene y a Él va.
Quien se detiene con pausa en los “frutos” comprende algo más: las personas no pueden ser vistas como números para llenar estadísticas, ellas mismas no son un medio para hacer apostolado. El fruto, al ser un regalo de Dios, implica valerse de los resultados humanos, de lo objetivamente factible, para ofrecer, fortalecer o confirmar en la amistad con Cristo a los demás a partir de la propia experiencia de amistad con el Señor. Por eso mismo el fruto es algo duradero, porque es de Dios. El fruto comienza con el cambio de corazón que se busca en las personas. Un corazón lleno de mansedumbre y humildad.
Se puede decir, por último, que los “frutos” muchas veces no se dan nada más por las capacidades y aptitudes humanas que ayudan tanto a conseguir resultados numéricos; aquí lo que suele hacer la diferencia es la vida de gracia, la unión con Dios y el sacrificio personal.
El mérito
Una última consideración: el hecho de que las cualidades naturales y la vida de gracia sean puestos al servicio de Dios, no implica un automático resultado matemático en el que los dones llegan o son dados en virtud del personal esfuerzo y empeño en uno u otro plano. Es decir: trabajo humano y vida espiritual no convierten los resultados y frutos en un mérito nuestro.
San Juan nos recuerda que el amor de Dios consiste “no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (cf. 1 Jn 4, 10; cf. 4, 19)”. Por eso dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Frente a Dios no hay, en el sentido de un derecho estricto, mérito por parte del hombre. Entre él y nosotros, la desigualdad no tiene medida, porque nosotros lo hemos recibido todo de él, nuestro Creador” (cf. n. 2007). Y más adelante puntualiza que “el mérito del hombre ante Dios en la vida cristiana proviene de que Dios ha dispuesto libremente asociar al hombre a la obra de su gracia. La acción paternal de Dios es lo primero, en cuanto que él impulsa, y el libre obrar del hombre es lo segundo en cuanto que éste colabora, de suerte que los méritos de las obras buenas tengan que atribuirse a la gracia de Dios en primer lugar, y al fiel en segundo lugar. Por otra parte el mérito del hombre recae también en Dios, pues sus buenas acciones proceden, en Cristo, de las gracias prevenientes y de los auxilios del Espíritu Santo” (cf. n. 2008). Estamos pues en el nivel de la gracia.
Así, lo que se logra no se define ni por los resultados ni por los frutos y en el plano subjetivo debemos ser muy cuidadosos de asignarnos el mérito de ambos. Esto se ve de manera evidente cuando Dios a veces saca frutos estupendos a pesar de lo que nosotros hayamos hecho; a pesar de no haber puesto ni lo humano ni lo sobrenatural en tal o cual acción.
La doctrina católica sobre el “mérito” es un recuerdo constante que nos empuja a la humildad, a no ensalzarnos por lo bueno ni a abatirnos por lo que, desde nuestra perspectiva, a pesar del esfuerzo, no ha sido estadísticamente vistoso. Puede haber mucho mérito detrás de actividades apostólicas en las que la participación fue escasa. Y puede no haberlo en otras con una concurrencia humanamente sorprendente. “El hombre no tiene, por sí mismo, mérito ante Dios sino como consecuencia del libre designio divino de asociarlo a la obra de su gracia. El mérito pertenece a la gracia de Dios en primer lugar, y a la colaboración del hombre en segundo lugar. El mérito del hombre recae en Dios (cf. CIC n. 2025)”.
Recapitulando podemos decir que el apostolado, la misión, aprovecha lo cuantificable pero no se limita a cuantificar. Y cuando se sublima la real conveniencia del resultado al campo del fruto sobrenatural, se reconoce también que todo don es mérito de Dios, quien actúa a través de sus instrumentos.
Después de estas distinciones, quizá las estadísticas pastorales que entregamos o recibimos no dejan de causarnos alegría o decepción, pero sí estaremos en grado de poner todo en su perspectiva y mirarlas con paz y confianza en Dios, recordando lo que dice San Pablo: “A mí lo que menos me importa es ser juzgado […] ¡Ni siquiera me juzgo a mí mismo! […] Mi juez es el Señor” (cf. 1 Cor 4,3-4).
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