En muy poco tiempo el coronavirus pasó de ser un mal del extremo oriente para convertirse en “el tema” monopolizador de nuestro cercano día a día.
Para estas alturas del avance del pequeño invasor puede resultar agotador y enfermizo, más que el coronavirus en sí mismo, todo lo que este supone. Pensemos ya no sólo en el cambio tan abrupto de nuestro vivir cotidiano cuanto en la omnipresencia invisible y cansina de hablar de él como si sólo él existiera.
A eso ha contribuido un derivado no menos nocivo en daño, no menos virulento en extensión y, para colmo, bicéfalo: los mensajes de redes sociales.
Digo que nocivo porque vaya si llega a quitar la paz. Digo que virulento porque… ¿a poco no recibes cientos de mensajes diarios en relación a este pequeño gran problema? Digo bicéfalo porque no se circunscribe sólo a bulos informativos: se presenta con halo de mensajes religiosos. Es más: incluso confesionalmente en forma de cadenas “católicas”.
Quien no recibe mensajes de texto (reflexiones, alarmas, toques de queda, poemas, comunicados, etc.), enlaces de portales de dudosa procedencia o videos del último opinador del momento, o ya es parte de las víctimas mortales del coronavirus o es del bajo porcentaje de ciudadanos que no usan smartphones.
Esta otra forma de coronavirus nos está robando la paz porque amplifica problemas, aturde el interior agobiándole con cosas que no son o que no son del modo como son transmitidas, presentadas o dimensionadas. Ojo: nadie aquí alude a minimizar lo no minimizable. Se trata de ese mal que secuestra la tranquilidad de las personas en base a fake news de hechos que no son o no son como los pintan. Y es que hoy -reconozcámoslo- el problema no es tanto la facilidad para hacer circular una mentira con disfraz de verdad cuanto la facilidad con que las personas, incluso personas “cultas”, son susceptibles de creer lo que no merece ni nuestra atención ni nuestra confianza.
Cuántos no han recibido durante este periodo toques de queda, adelantos de fases, cifras irreales de muertos o contagiados, recetas médicas (y mágicas) para prevenir y curar… Cuántos no han creído palabras puestas en boca de personas que no existen y que ocupan cargos que nadie da…
Pero el campo de la falsa fe es la otra cabeza de este virus bicéfalo. En sentido estricto más que “fe” deberíamos llamarle superstición.
Posiblemente como los lugares de culto tuvieron que cerrar por precaución no faltó quien se constituyera ya no sólo en coach digital en temas de fe sino incluso en Dios del Whatsapp, en Papa del Twitter, en obispo del Facebook, en párroco del Instagram… Ah… Y en monaguillo del TikTok.
¡Cuántas cadenas durante esta pandemia! ¿No será por eso que Dios no nos ha hecho caso?
¿No ha recibido ud. mensajes de cosas que supuestamente convoca el Papa y que ni el Papa sabe que convocó? ¿No ha recibido oraciones que no pidió, novenas que ni la persona que las manda hace, profecías que algún iluminado puso a circular, mensajes que “la Virgen” pidió transmitir, revelaciones del último santo o Nostradamus de moda?
La fe es mucho más sencilla. Y esencial. Quienes todas esas cosas mandan créanme que no hacen bien. Invitan más a la superstición que a la fe de verdad. Por eso esta forma de virus termina dañando el alma: le produce una aversión a lo sagrado o le hace derivar en una forma de credulidad apocalíptica y radicalizada más propia de enfermos espirituales que de hijos de Dios.
Todos deberíamos tener clarísimo que la Santísima Virgen no se levanta pensando en qué mensaje de whatsapp va a mandar al mundo cada mañana. Hasta donde se sabe, nuestra madre del cielo no usa redes sociales (y sin embargo es la influencer de Dios). Ya suficiente nos dice Dios con todos estos acontecimientos como para ahora convertirnos en “Indiana Jones” de mensajes más propios del gnosticismo que de la fe católica auténtica.
No es que María o Jesús no puedan soberana y libremente comunicarse con nosotros como a ellos les plazca. Pero hay una diferencia entre ese “lo que a ellos les plazca” y lo que les place a tantas personas que se sienten ya no solo dueños sino incluso creadores de los mensajes y únicos portavoces e intérpretes de los mismos.
Llegamos a un momento de la pandemia en que ésta ya no sólo tiene consecuencias de salud física sino también mental y espiritual. El virus ya no solo tiene forma de corona sino también de fakes news y cadenas pseudo religiosas.
Y así como hay medidas sencillas para erradicar el coronavirus (lavarse las manos, guardar distancia, cuarentena, por mencionar algunas) también las hay para erradicar el coronavirus del alma y de la cabeza: limpie o ya no vea en su whatsapp videos y mensajes que traen la última noticia “de opinión” sobre el coronavirus; guarde distancia de cadenas, profecías y todo aquel mensaje que le robe la paz; y haga cuarentena de reenviar cosas que no le constan o cuya fuente no conoce. Jesús dice: “que tu sí, sea sí; y que tu no, sea no. Lo demás procede del demonio”.
Hoy muchos mensajes que circulan por las redes sociales son tan verdaderos como el que los quiera creer. Consulte fuentes fiables, siga a personas que conozca y que tengan cierta reputación y estudios sobre el tema que hablan. ¿Verdad que no le confiaría una operación a corazón abierto a un pasante de ingeniero agrónomo? Un ingeniero agrónomo tiene su campo de competencia en un ámbito muy distinto al de la cardiología. ¿Por qué creer entonces a un mensaje sin firma, sin fuente y que llegó a tu cuenta de whatsapp de alguien que sólo dio un “reenvío” inconsciente?
Hay hábitos que nos pueden servir de vacunas. Para este y todos los demás virus que puedan venir en el futuro ser más críticos con lo que recibimos y leemos e ir a lo esencial de la fe pueden ser dos costumbres que nos ahorren malos momentos a corto, mediano y largo plazo.
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